El universo de torbellinos de Descartes

Nerea Maestu

La avalancha de descubrimientos astronómicos que se sucedieron a lo largo del siglo XVII obligó a imaginar un nuevo universo. Científicos y pensadores se vieron frente a la difícil tarea de bosquejar un mundo en el que la Tierra ya no ocupaba el centro y los movimientos celestes se complicaban y expandían a unas dimensiones cuya comprensión desbordaba la mente humana. Entre ellos, encontramos el sistema formulado por René Descartes en su Traité du monde et de la lumière, escrito entre 1629 y 1633.

Este trabajo proponía un universo estructurado a partir de una red de vórtices entrelazados que explicaban el movimiento de los planetas. Según él, no existía el vacío en el universo, sino que todo lo ocupaban minúsculas partículas celestiales. Éstas estaban en un constante movimiento que provocaba que se arremolinasen en grandes “torbellinos”, los vórtices. Dentro de ellos, los cuerpos celestes eran arrastrados como si de fluidos se tratasen. Un sol ocupaba el centro de cada uno de ellos, a menudo con planetas en órbita, y los cometas vagaban de vórtice en vórtice, como a través de canales.

Después de imaginar este mundo nuevo, en el último capítulo revela que uno de esos planetas debe ser necesariamente similar a la Tierra y que “la cara del cielo de ese nuevo mundo debe de parecer a sus habitantes totalmente semejante a la del nuestro”. Descartes por lo tanto plantea la existencia de otros planetas habitados, pero no entra en el debate. Sí ahonda en este tema en su correspondencia privada, en la que leemos, por ejemplo, cómo se pregunta si gracias a una mejora en la fabricación de telescopios se podrán ver animales en la superficie de la luna o, del mismo modo, se cuestiona si “quizás en otros lugares existen innumerables criaturas de mayor cualidad que nosotros”.

Años después amplió y matizó algunas de sus afirmaciones del Traité du monde en sus Principia Philisophiae (1644). Por ejemplo, es llamativo cómo su cautela a la hora de posicionarse en favor del heliocentrismo le llevó a sostener que la Tierra estaba en reposo, pues no se desplazaba con respecto a las partículas celestes con las que estaba en contacto, al igual que un barco que no se mueve ni con viento ni con remos en medio del mar, pero que, sin embargo, se transporta con él.

De cualquier forma, y aunque el filósofo francés nunca lo secundara explícitamente, su idea de que infinidad de planetas girasen en lejanos vórtices proporcionó un excelente referente para el debate sobre la pluralidad de los mundos desarrollado en los siglos siguientes.

 

Pie de imagen: El paso de un cometa a través de varios vórtices, Principia Philisophiae (1644) https://wellcomecollection.org/works/mmxp2mw6/items

Nerea Maestu
Graduada en Historia del Arte

Nerea Maestu es graduada en Historia del Arte por la Universidad Complutense de Madrid. Realizó un máster en Tutela del Patrimonio Histórico por la Universidad de Granada y tras ello disfrutó de una beca JAE intro en el Instituto de Lenguas y Culturas del Mediterráneo y Oriente Próximo (ILC-CCHS-CSIC). Actualmente desarrolla su doctorado con una tesis titulada «Observación y representación del cosmos:  los cometas en la tradición medieval hispana», bajo la dirección de Laura Fernández Fernández (UCM) y Montserrat Villar (CAB). Sus  intereses giran en torno a las relaciones entre arte y ciencia, como se dan en la representación de constelaciones o en la creación de ingenios mecánicos, pero también en torno a la transmisión de conocimiento entre diversos contextos culturales y la producción de manuscritos iluminados. Dentro de su formación, realizó prácticas en el Museo Arqueológico Nacional y en el Patronato de la Alhambra y Generalife.

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